Todos los que nos encontramos en el supermercado usamos tapabocas, todos; es obligatorio para ingresar a cualquier lugar público en estos días. Nos cruzamos unos con otros y (seguramente) nos preguntamos cómo es el rostro del que pasa junto.
Porque ahora somos analistas de los diferentes tapabocas, no de las facciones. Observamos quién tiene el original N95, que equivale ser parte de la élite, pero también encontramos el modelo asiático, el rectangular común, el que tiene filtros, el ovalado y hasta el paliacate... la máscara de gas y sí, créame, la de Darth Vader.
Se terminaron las sonrisas, los saludos y las interacciones... la amabilidad es casi un reflejo, no una cortesía. Estamos en una época donde el rostro se limita a los ojos, y aunque dicen que los ojos besan mucho antes que la boca, quienes no vivimos en una cultura donde se cubre la cara, no sabemos interpretar miradas en solitario.
Hoy las manos desplazan a los gestos y a las propias palabras, porque parece que usar tapabocas es también una señal de guardar silencio. Nos convertimos en seres vivientes que al pasar junto a otro, de inmediato nos alejamos, como para dejar claro que hemos aprendido lo que es el distanciamiento social y el afectivo. El saludo de mano ya no genera dudas como en un principio, ya no se amaga ni se considera falta de educación y saludar de beso se encuentra completamente vetado, para tranquilidad de las compañías que endurecieron sus políticas de acoso sexual.
Al vivir esta realidad pasajera en nuestra sociedad y enfrentar en cada lugar público a mujeres con parte de la cara tapada, parece imposible no establecer una relación con los velos utilizados por las islámicas, quienes después de la pubertad deben necesariamente cubrir su cabeza y en muchas ocasiones el resto de su cara, con excepción de los ojos. En el supermercado del Covid-19 no está prohibido, pero tal parece que nadie sabe como expresarse con los puros ojos.
Antes del coronavirus únicamente la muerte nos igualaba tanto como seres humanos, hoy no solo nos encontramos a expensas de un virus que nos engaña a través de la desinformación, sino que además nos quitó la expresión, la sonrisa y la personalidad que nos dan la nariz o los labios, mediante un tapabocas.
Hoy hemos dejado de acelerar, no solamente en la calle, sino en la televisión, la casa y el supermercado. Nuestra velocidad por los pasillos con el temeroso carrito que podría estar infectado, es proporcional a la incertidumbre que tenemos y congruente con el saludo, cada vez más extraño, que se escucha por los anaqueles vacíos del papel higiénico.
A la complejidad en el desarrollo de los sentimientos de fraternidad, hoy debemos agregar la impersonalidad del tapabocas, que si bien, por una parte, despedazó la blanca dentadura que se presumía, por otra oculta la expresión de miedo por el cuando terminará y la de incertidumbre por el cómo terminará esta lección de igualdad que nos impone la pandemia.
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