Representan una minoría los equipos capaces de jugar frecuentemente rozando su nivel óptimo.
Una ejemplar minoría conformada por aquellos clubes en los que -entre otras cosas- se respeta la continuidad en los proyectos y en los procesos; de preferencia, con una elevada cantidad de jugadores que permanecen durante mucho tiempo en ese equipo.
Si en el ámbito social la cotidiana convivencia puede ir creando y fortaleciendo duraderos lazos, en el futbolero, en la cancha, a fuerza de jugar juntos se van gestando otras conexiones; invisibles, pero futbolísticamente muy productivas.
Esa especie de "sinapsis futboleras", de "enlaces neuronales" entre los diversos jugadores, que produce un mismo y único "pensamiento de juego", y les da a los grandes grandes una dimensión que no alcanza esa mayoría incapaz de funcionar como verdadero conjunto.
Un futbolista incrementa sus probabilidades de idóneo desarrollo en la medida en que más tiempo permanece en el mismo equipo, con los mismos compañeros y el mismo director técnico, en el mismo entorno.
Asimismo, cualquier equipo eleva su potencial de florecimiento entre más jugadores plenamente florecidos tiene entre sus filas.
A más partidos en las espaldas de los futbolistas en un mismo equipo, mayor será la eficiencia colectiva que ese equipo será capaz de alcanzar; y entre más eficiente sea un conjunto, más fértil quedará el campo para que los jugadores accedan al óptimo crecimiento como tales.
Desde siempre, quienes así lo han entendido y han sabido trabajar en consecuencia, los equipos capaces de generar en su seno interno ese "círculo virtuoso", son los que mejor han jugado; en México y en todo el mundo.
Por desgracia, en el balompié moderno de todos los lares sigue paulatinamente reduciéndose el tiempo que los futbolistas permanecen en los equipos, lo que provoca que la eficiencia colectiva de éstos se vea irremediablemente perjudicada.
Porque además prevalece el error de suponer que el rendimiento de cada jugador será exactamente el mismo al cambiar de equipo, algo que está lejos de suceder con la frecuencia deseada.
Armar un buen equipo no es solamente asunto del grueso de las carteras, porque de muy poco servirá el dinero sin la indispensable visión para darle a cada proyecto el tiempo necesario para madurar; sin la capacidad para entender cuál será el proceso y distinguir las etapas por las que va transitando.
Discernir, más allá del simplismo de los resultados de cada semana, hacia dónde se encamina un equipo y cuánto tiempo hay que darle para que termine bien encaminado.
Ampliar la posibilidad, con la debida continuidad en el trabajo, de que el equipo encuentre y desarrolle la verdadera asociación dentro de la cancha, en lugar de inhibirla con tantos cambios.
En aras de conseguirlo, empezar por fomentar la sana permanencia de los jugadores en un equipo, alimentándola como se debe.
Algo muy fácil de decir... pero cada vez más difícil de lograr.
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