Le pedí a mi cerebro congelar ese momento: como una fotografía eterna, de sentimientos y sensaciones que estaba viviendo, y que me alimentarían el alma en los años por venir: ganar un campeonato nacional, formar parte de un equipo, la consolidación de una meta, sacrificios compartidos, complicidad.
Y es que jugar futbol de alto rendimiento por casi una década sin duda me forjó; aprendí el valor de cumplir mi palabra, de lidiar con la frustración, de hacer el esfuerzo final cuando me sentía física y mentalmente derrotada, de dar la cara y el corazón por un grupo que ha trabajado en conjunto por un mismo objetivo, de conocer mis límites, de ser leal.
Porque... ¿qué diferencia hay entre aceptar con la cara en alto la corrección de un entrenador, y escuchar con humildad las observaciones de un jefe en el mundo profesional?; ¿en qué se parecen tus diez compañeras en la cancha, al equipo que lideras en tus responsabilidades laborales?
Porque minutos antes de un gran partido o de una importante presentación, la sensación es la misma: el corazón acelerado, las mariposas en el estómago y la boca seca.
Pero una vez que ha sonado el silbatazo inicial, ¡ya no hay quién te pare!
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