Hace años vivía en un pueblo del sur de Alemania llamado Constanza y acepté una invitación para ver un partido de futbol por internet. Tigres vs. Puebla y, tristemente, todo terminaría en un aburridísimo 0-0.
Claramente no eran condiciones para enamorarse de nada. Pero pasó. Me enamoré de Tigres.
Siempre me ha gustado el futbol. De niña iba a la cancha de mi pueblo para ver al FV WaRe, equipo de Sexta División que alguna vez me hizo llorar cuando perdió el Ascenso.
De adolescente seguía al Bayern Múnich e idolatraba a jugadores como Mario Gómez. Más grande viví al 100 cuando mi país ganó el Mundial de Brasil, pero nada me enamoró como Tigres.
Años después del partido contra Puebla fui a San Nicolás y los vi empatar contra Monarcas; participé en el recibimiento del equipo en una Final contra Rayados y vi jugar a Tigres Femenil.
Ahora, en cuarentena, nos damos cuenta de las muchas cosas que tal vez debimos valorar más, pero, al menos en Nuevo León siempre valoraron esa parte tan feliz de su cultura. Valoraron cantar en el estadio, la carne asada para ver el partido, la tensión de la semana de Clásico o la carrilla con el colega del otro equipo.
Por suerte, aunque al final de la pandemia el mundo se vea distinto, eso, al menos, seguirá intacto. Éramos felices, lo sabíamos y, por suerte, lo seremos de nuevo.
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