Lo más comentado de la reciente edición del Clásico Nacional fue lo sucedido al final del mismo.
Si más allá del golazo de Giovani dos Santos el nivel futbolístico exhibido por el pragmático América y por las timoratas Chivas no ofreció mucha tela para el comentario, tela de sobra fue aportada por Oribe Peralta con su comportamiento al final del partido.
Todavía en la cancha, en un relajado ambiente de camaradería, Oribe platica, bromea y sonríe con algunos amigos ex compañeros americanistas, y de inmediato esas imágenes inundan las redes sociales y provocan las enconadas críticas de quienes perciben como desvergonzada y hasta cínica la desparpajada actitud del atacante rojiblanco.
Al día siguiente, en su cuenta de Twitter, el propio Peralta brinda una explicación por completo válida, irrefutable, y entre otras cosas manifiesta que "El futbol es un deporte de caballeros. Todo caballero sabe que el duelo deportivo termina cuando silba el árbitro, y no debe traspasar esa frontera".
Bienvenido el trato respetuoso y cordial entre adversarios que ni siquiera dentro de la cancha deben ser considerados enemigos, pero igualmente bienvenida la elemental vergüenza profesional y deportiva que debería exhibir y sentir cualquier futbolista al sufrir una derrota, sobre todo si esa derrota es endilgada por el acérrimo adversario.
Cada jugador sabrá cómo asimila cada triunfo y cada descalabro, cómo procesa semanalmente el resultado obtenido, el éxito con el que goza o el fracaso con el que sufre.
He ahí otro de los valores que el deporte en general y el futbol en particular fomentan y fortalecen: la importancia de adquirir la debida estabilidad emocional para digerir los inevitables altibajos, inherentes al juego; no instalarse en las nubes con el triunfo y la propia buena actuación, ni hundirse en el abismo con la derrota o el mal desempeño en la siguiente semana.
Aprender a convivir cotidianamente con los éxitos y los fracasos sin que la personal salud mental se vea mermada.
Pero una cosa es asumir después del enfriamiento de la regadera que el partido jugado ya es historia y es necesario empezar a escribir la del siguiente con buen ánimo, y otra muy distinta salir sonriendo y aparentemente contento de la cancha desde el momento mismo del silbatazo final, como si lo sucedido en los recientes 90 minutos hubiera sido lo de menos y careciera de importancia alguna.
Por supuesto, el asunto se reduce a lo que cada jugador sienta y a lo que a cada cual le nazca, pero también es indudable que aquello que siente y le nace en alguna medida estará relacionado con el grado de arraigo que tenga en ese equipo, con el nivel de identidad, con lo acendrado y agudizado o lo superficial y tenue que sea su sentido de pertenencia. Es decir, con el tiempo que lleve poniéndose esa camiseta y tratando de defenderla al máximo.
Entre más compenetrado estés con lo que tu equipo es y representa, más difícil te resultará sonreir tras las derrotas.
Cuestión de identidad, de arraigo, de sentimiento de pertenencia; y a final de cuentas... de cada quien.
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