Nosotros, 11 morrillos de uniforme azul marino, venimos del polvo. Nos unen el nombre de Albatros y una clase media que se tambalea. El retrato familiar es típico: "El Pelón", "El Güero", "El Negro", "El Chino".
Don Pepe manotea como si dirigiera un ejército. Pero en el fondo sabe que más que soldados somos sus mártires. Hay que marcar fuerte, recalca el profe, quiero que esos cabrones sientan su respiración en la nuca.
El partido vuela, lo disfruto poco. No es lo mismo que cuando salgo al patio de mi casa, con el uniforme de Tigres a pelotear solo. Las realidades contrastan: allá le hago una travesura al Monterrey, narra Don Rober y levanto el trofeo en el Universitario que corea mi nombre.
¡Hay que aguantar el marcador!, gritan los señores que lidian con la decepción de la paternidad. Nuestras madres aprueban el desempeño. Y yo envidio a los suertudos que juegan en césped. Observo nuestro desconsolado campo: el polvo, las piedras, las hormigas. Acaso habrá algún paraíso que no incluya césped, pienso.
Aquí es una madriguera. De risas y cascaritas eternas. Aquí nos raspamos las rodillas al caer y los gargajos dejan huellas como charcos diminutos. Los balones desviados van hacia un canalón para desaparecer en el río seco adornado con basura. Por algo es nuestra: la cancha de tierra.
Volvimos a perder de local.
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