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¡Bolita, por favor!
Carlos 'Warrior' Guerrero | 07-04-2020
en CANCHA
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Aquellos lejanos días cuando lo único que verdaderamente nos preocupaba es que cayera la noche. Y es que mientras la luna no se asomara entre las nubes, estábamos todavía en "tiempo reglamentario".

Eran los valiosos minutos para definir al ganador de la "reta". No importaba que el marcador estuviera 5-1. Todo se definía con un "gol - gana".

La justicia no nos quitaba el sueño. No peleábamos por una falta ni por si la pelota había rebasado la imaginaria línea de gol. Éramos pequeños caballeros. Tanto así que en nuestros diminutos códigos, pedíamos permiso para tocar el balón cuando éste se enredaba entre matorrales, cuando se iba al riachuelo cercano o cuando se quedaba atorado entre el amortiguador y la barra estabilizadora del coche de papá.

Eso sí, cuidado cuando llegaba el grito de la madre. Ya en plena noche, no había santo ni luminaria, ni permiso alguno que concediera la prórroga. ¡A correr todos! Había que volver a casa sí o sí. Era cuando más velocidad se le metía al juego (y ya sin pelota de por medio).

Pensándolo bien, las madres eran juez; eran el árbitro central que pitaba desde la ventana sin necesidad de salir de casa.

Imposible olvidar cómo confeccionábamos la cancha. Con pasos cortos medíamos la portería y si estábamos en la escuela, los suéteres del uniforme fungían de palos. No había manera de colocar un travesaño así que todo quedaba a criterio de los jugadores. Al puro cálculo. Suponíamos tener una vista biónica que resolvía las dudas como ahora lo hace el VAR.

"Sin fueras", decía el dueño del balón. Así que no existían los tiempos muertos. Siempre en juego, ya sea en nuestra periferia, en un pasillo cercano a la oficina del director o si estábamos en la cuadra, en la otra banqueta a unos pasos de los dóberman que no dejaban de ladrar. Nos intimidaban, pero nos acostumbrábamos a ellos. Eran parte del juego. Todo era parte del juego. Árboles, tierra, coches, alcantarillas.

Cualquier artefacto era bueno para hacerlo pelota. No siempre se tenían o los recursos o un balón para ser pateado. Si estábamos en la escuela, una botella de plástico aplastada servía para hacer pisadas de lujo tipo futbol sala aprovechando los pisos recién pulidos. También servía una hoja de papel amoldada y maniatada de cinta adhesiva. Vaya, hasta una corcholata.

En pleno concreto, bastaban un par de piedras de gran tamaño. Y por ahí debía entrar todo. Si no había espacio suficiente nos las arreglábamos de tal manera que bastaba una sola portería. Y frente a ella, éramos 10, 12 o 14 niños que sudábamos emulando a los ídolos.

La posición de portero era un privilegio, jamás un castigo. Era un premio. Pero para convertirnos en guardametas había antes que hacer un gol. Las cosas no eran regaladas. Y nunca lo serían.

Sin saberlo, jugando, nos preparábamos para la vida.

 
Twitter: @CARLOSLGUERRERO
 
 
 
 
 
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