Son las seis de la tarde. Vuelvo a revisar el pronóstico del clima. Sí, el mismo que he mirado ya un centenar de veces esta semana, con la esperanza de encontrar algún dato más alentador. Pero no hay dudas. Lloverá mañana. Lloverá mientras corra la Maratón de Berlín.
Parada en el arco de largada, la espera se hace eterna. Los nervios están a flor de piel y mis pies se revuelven inquietos en ese agónico preludio de lo que será un día glorioso.
Entonces largamos. Empezamos a recorrer una ciudad plagada de historia que se va desdibujando mientras nuestras zapatillas van conquistando las calles. Hoy somos nosotros los que escribimos la historia.
A medida que avanzan los kilómetros, me siento cada vez más fuerte. Ni la lluvia ni el frío pueden borrarme la sonrisa. Estoy sola en una ciudad que no conozco y, sin embargo, siento que estoy en mi lugar en el mundo.
¿Que las rodillas se quejan? ¿Que cada paso cuesta más que el anterior? Puede ser. Pero me siento viva. No conozco de muros, sólo de un calor abrazador que inunda mi pecho y que va creciendo en la medida en que más y más gente aparece a los costados del camino, augurando que el final se acerca.
Y todas las escenas que había creado en mi mente se quedan pequeñas. Ante mí, se alzan, imponentes, las puertas de Brandenburgo. Y acelero.
Ya no hay dolor. Me siento infinita.
Hoy soy una leyenda.
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