No suelo confundir la página editorial con la página deportiva, pero de vez en cuando vale la pena recordar el aspecto lúdico de la vida. Además, la fecha lo amerita. Hoy, 12 de octubre, cumple cien años el equipo América. Para celebrar la ocasión, Gabriela Saavedra ha editado un hermoso libro con la historia del equipo y fotos deslumbrantes de decenas de jugadores, tomadas no de archivos sino en el presente, posando frente a la cámara en sutil alusión al rasgo particular que la afición recuerda de cada uno: un apodo, una anécdota, un gesto, una leyenda. Con gusto escribí el prólogo que titulé "Mi vida con el América". Aunque no sigo de cerca las peripecias del futbol mexicano, quise rendir un homenaje de gratitud a todos esos jugadores que seguí en la niñez y la temprana juventud. Fue como el pago de una deuda, pospuesto por medio siglo. Reproduzco aquí algunos fragmentos.
Me inicié como "americanista" por azar. El padre de un amigo mío -persona cercana a don Isaac Bessudo, empresario de los refrescos "Jarritos" y dueño entonces del equipo- solía acompañar a la comitiva del América en sus salidas a provincia. De vuelta, en la sobremesa, nos platicaba los juegos. En aquellos años (hablo de 1956 y 57) el futbol había dejado de ser un eco de las guerras de Independencia (el España y el Asturias contra el Atlante y el Necaxa) para volverse un deporte nacional, concentrado, sobre todo, en el centro del país. Poco a poco, al igual que el público mexicano, relegué mi afición por el beisbol y el futbol americano para interesarme cada vez más en el vertiginoso y apasionante futbol soccer, que comencé a presenciar tanto en el Estadio de la Ciudad de los Deportes como en el de Ciudad Universitaria, inaugurado en 1952.
"América". Me gustaba el nombre, el uniforme (pantalón azul y camisa crema) y la elegancia del escudo: el mapa del continente y las dos letras: C.A. Y me gustaba la porra -el célebre "Siquitibum a la bim bom ba...". Aún recuerdo la primera vez que lo escuché. Fue en un juego de julio de 1958 en C.U. entre el Celaya y el América. Ganó el América 4 a 1. Yo era americanista de tiempo atrás (a pesar de las temporadas a media tabla y los frecuentes sinsabores), pero ese día fue mi confirmación. De niño, mi lealtad al equipo era tal que, un domingo, al enterarme de un resultado adverso (contra el Tampico, para ser preciso), para alarma de mis padres, rompí a llorar.
Cuando Emilio Azcárraga Milmo compró al América, el futbol cambió de escala: los partidos comenzaron a trasmitirse por televisión, años más tarde se construyó el Estadio Azteca y vino la Copa Mundial. Un protagonista clave del cambio fue Guillermo Cañedo, que alguna vez me narró el nacimiento del Clásico América-Guadalajara. El cine había encumbrado películas como Nosotros los pobres y Ustedes los ricos. Se necesitaba discurrir algo similar, una pugna deportiva que polarizara a la gente. Y entonces surgió la idea de resaltar la diferencia entre el Guadalajara (con su plantel de mexicanos) y el América, el club que abría la puerta a jugadores extranjeros. Así nació el Clásico: una rivalidad sin odio.
Quien "le va" a un equipo desde la infancia, no puede "dejar de irle". Mi peluquero de toda la vida, Evaristo o "Baro" (personaje legendario de la Colonia Condesa que tiene 92 años), le puso "América" a su peluquería al lado del Parque España. Ahí leíamos el Esto y celebrábamos los triunfos de nuestro equipo. El doctor Eduardo Turrent (reserva del América en los años treinta) recibió en 2002 un homenaje en el Azteca por ser el "americanista más veterano". "Fue como ganar el Premio Nobel", decía a sus nietos, mis hijos. Cuando falleció, lo envolvieron en una bandera del América.
Mis hijos "le van" a equipos que brillaron en sus tiempos: "la Máquina" del Cruz Azul y los "Pumas" de la Universidad. Pero les gusta recordar cuando en la final de 2002, desde un palco del equipo rival (el Necaxa), veía yo el partido con flema británica. "Esto para mí no significa nada", les decía. Ya cerca del final, cuando en tiempos extras América anotó los goles que le daban el campeonato, les comenté, con fingida indiferencia: "Mejor ya vámonos". Al salir, inmediatamente, pegué un alarido: "Ora, sí, ¡arriba el América, hijos de...!".
Pienso con gratitud en todos esos jugadores, entrenadores, reservas, aguadores, masajistas, doctores, porristas, aficionados, que dieron una fugaz pero genuina alegría a las familias mexicanas. Y en quienes la siguen dando. Siquitibum a la bim bom ba...
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