Es pasmosa la facilidad con que la vida nos enseña lo esencial de las cosas.
Un instante a veces es suficiente para volver a poner al futbol en su banal y verdadera dimensión.
Ganar o no, en cada partido o en cada torneo, se percibe como asunto trivial, de repente carece de la más elemental importancia.
Empatar o perder, a final de cuentas, en realidad resulta ser lo de menos cuando lo de más nos lo recuerda, quizá con una sacudida.
Nada o muy poco vale lo que rodea al futbol, comparado con lo verdaderamente valioso.
Igual que ganar, empatar o perder, muy poco importa con cuántos goles, contra quién y cómo, cuándo, dónde y por qué.
Obligatoria y dolorosamente la definitiva partida de un ser querido, por ejemplo, vuelve a recordarnos el valor del auténtico juego.
Que lo comprendamos o no, y en qué medida, conforme vamos creciendo va convirtiéndose en materia de vital relevancia.
Una forma de confirmar que lo sabemos es jugar ese juego de la vida con lo mejor de nosotros y al tope de nuestras posibilidades.
Entender nuestra fragilidad y vivir en consecuencia, siempre acorde con ella, siempre teniendo en mente la precariedad de nuestra existencia.
Recordatorio fraternal pero también contundente que a veces puede darnos la vida, sin previo aviso y con su inherente consejo.
Iniciar cada día como debe iniciarse cada partido, con el afán de jugarlo lo mejor posible y de ayudar a que cada quien lo juegue a su manera.
Disfrutar al máximo cada instante de cada día de cada año, porque no sabemos qué tantos nos quedan, de cuánto tiempo disponemos, qué alegrías acompañarán a ese tiempo, cuántos y cuáles sinsabores o sufrimientos vendrán después.
O cuántos "partidos" más lograremos jugar y cuántas victorias saborear.
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