A días de decirle adiós, la vieja casa rayada terminó siendo una obra de culto. El despiadado tiempo se alojó en su concreto, de la misma manera en que en los huesos, la piel, los ojos, de quienes probamos en los años 60 el dulce veneno del futbol.
A esta última morada de quien creemos ha dicho todo, asistiré el sábado con el mismo entusiasmo que me arrastró cuando aún contaba mi edad con los dedos de una mano.
No recuerdo la fecha, mucho menos al rival que el Monterrey enfrentó en mi primera noche.
Sin embargo, sí tengo grabado en blanco y negro que el viento barría las tribunas, que éramos muy pocos en las gradas y que el marcador de cartón siempre tuvo colgados dos ceros.
A la distancia, mi papá me señalaba al capitán Lama, al "Gallo" Jáuregui, a Raúl Chávez, a Molina y al "Chato" Pineda, pero nunca paró de aconsejarme: "no pierdas de vista a Claudio Lostaunau".
En los siguientes años, las cosas poco cambiaron: llegábamos al Estadio Tecnológico cuando los jardineros, con rudimentario mecanismo de palo y el bote amarrado al extremo inferior, marcaban con cal los límites de la cancha.
Era épocas donde no había cambios. Se jugaba con un solo balón y, como tampoco se permitían los recogepelotas, cada que la bola llegaba a las jardineras de la meta sur, el portero corría por ella brincando obstáculos para reanudar el juego.
En las bancas sólo estaba el entrenador junto a quien llevaba las naranjas. Difícilmente veíamos más de 20 minutos efectivos de juego. Los fuera de lugar abundaban y patear el balón lejos era un don.
Tan pronto pitaba el señor de negro, personaje que siempre detestó mi padre, bajábamos a los vestidores y no era hasta que se fuera el último jugador cuando nos íbamos a cenar con el entrenador en turno.
Ahí vi debutar a Bira, al "Alacrán" Jiménez, Guara, Guerra, el "Dumbo", Cano, Pancho Avilán, Escamilla, Flores, Milo Cruz. Vi a todos. Imposible no amar algo que me dio tantos recuerdos.
Ahí conviví durante más de 40 años con mi padre, con don Pepón, con don Lorenzo y tantos otros que como usted nos topamos sábado a sábado hasta el último sábado que se juegue ahí.
En el Tec aprendí que la pasión es como el viento: no se ve, se siente.
Sin saber que ante Pumas sea el último duelo, estoy seguro que harán acto de presencia quienes ya se fueron.
Pareciera que esto es irracional, pero en algún rincón secreto de nuestro corazón albergamos la idea de que esas personas estarán ahí para constatar que seguimos pensando en ellos, pues eso es lo que queremos, queremos que los muertos reparen en nosotros, queremos que sepan que seguimos escuchándolos, porque ellos nos siguen hablando.
Repito, el futbol es como el viento: no se ve, se siente.
Iré a despedirme de mi estadio, mi Estadio Tecnológico.
Lo escrito, escrito está.
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