En el futbol moderno las camisetas se han vuelto cada vez más transitorias en doble sentido.
Por lo menos una vez al año cambian los diseños, y son minoría los futbolistas que defienden los mismos colores durante más de cinco o seis años.
Quienes permanecen un buen rato en determinado equipo sólo van cambiando su modelito de camiseta en aras de la mercadotecnia, del enorme negocio alrededor del juego.
Pero quienes van de un equipo a otro cambian algo más que el simple diseño de la camiseta; cambian de compañeros, de técnico, de sistema o de estilo de juego, de seguidores, de ambiente, de entorno, de ciudad... o de país.
Muy pocos libran tales cambios sin ver afectado el propio rendimiento, y ninguno puede sustraerse a esa otra pérdida intangible: la de la identidad entre el futbolista y su equipo.
Hace 50 años, casos como el de Pelé con el Santos eran la norma. Hoy, el de Messi con el Barcelona forma parte de las excepciones.
Además de la inevitable merma en el propio desempeño derivada de tanto cambio de aires, el jugador es menos identificado con su equipo, no fortalece lo suficiente sus nexos, como antaño sucedía, con el club al que defiende y representa en la cancha.
Y si en otros lares los innumerables movimientos son anuales, en el futbol mexicano de los últimos tiempos han proliferado los movimientos semestrales.
He ahí, en consecuencia, el necesario compromiso de los futbolistas de la actualidad: si no permanecen ni se identifican tanto con el equipo en el que juegan, no dejar nunca de identificarse plenamente con el juego mismo.
Más allá del grado de cariño que alcancen por determinados colores, nunca olvidarse de hacer las cosas por amor al juego.
Al fin y al cabo, es indudable que desde siempre, pero sobre todo en los tiempos modernos, ese amor suele ser muy bien correspondido.
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