El pasado miércoles ganó el futbol como muy de vez en cuando gana.

Algunos de los que no entienden por qué este deporte provoca en todo el mundo lo que ningún otro, algo habrán entendido si vieron el milagroso 6-1 del Barcelona sobre el PSG, cómo se desarrolló el memorable partido, cómo fue forjándose dicho milagro futbolístico y el dramático gol con que cristalizó.

Por si algo le faltaba ganar o demostrar a este incomparable equipo, el Barsa realizó la histórica hazaña sustentada mucho más en su enorme corazón blaugrana que en el brillante futbol que lo ha distinguido de todos los demás durante nueve años.

A pesar de ser quizá el equipo que mejor ha jugado en la historia de este juego, lo asombroso en este caso es que sin haberse acercado siquiera a su nivel óptimo, y sin contar con su mejor jugador en la medida en que suele hacerlo, consiguió el cuadro catalán, poniendo el alma por delante, lo que ningún otro equipo ha logrado.

Sin embargo, muchos se detuvieron y siguen deteniéndose en los errores arbitrales, en el penal inexistente sobre Suárez o en el que no se marcó por la falta cometida sobre Di Maria.

Otra vez la endémica imposibilidad de apreciar el buen futbol dejando a un lado la camiseta, sin obnubilarse con ella.

Y otra vez, también, la alarmante incapacidad de muchos observadores del juego para ubicar las cosas en su verdadera dimensión, para entender el tamaño de la gesta, para discernir que incluso los errores arbitrales cometidos son una minucia comparados con lo esencial, con la abismal diferencia de las posturas asumidas por ambos contendientes, con la indeclinable perseverancia de la escuadra catalana, con el justo premio para el equipo que en los últimos tiempos más ha respetado los principios primordiales del futbol.

Quienes por falta de cacumen o porque "le van" a otro no son capaces de percibir ni aquilatar todo eso, siguen perdiéndose gran parte del encanto de este maravilloso juego.

Qué lástima.

 
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