Cuando un deportista se sabe tramposo años después de haber obtenido esos triunfos que conmovieron al mundo, uno se pregunta si tuvo la mala suerte de que le cayera la justicia o si realmente ese tipo de prácticas no son generales.
Cuando un director técnico es sorprendido in fraganti haciendo cosas indebidas como saltarse el reglamento o embolsarse dinero ilícito, la conciencia también
inquiere si se trata de un mal generalizado o si verdaderamente el malhechor es aguja en un pajar.
En este mundo en el que no hay absolutos aunque muchas veces queramos suponer que todo es blanco o todo es negro, el castigo a Sam Allardyce es una buena noticia.
El técnico por un día del Equipo de la Rosa vive bajo sospecha desde hace mucho tiempo. O por lo menos en México supimos en su momento la versión de Jared Borgetti, quien no jugaba en el Bolton porque el propio Allardyce no había pedido su contratación. No era manejado por su hijo, quien fungía como su agente.
El hecho de despedir de manera fulminante al susodicho, vuelve a abrir el debate sobre las sucias trampas que en el futbol han tenido su máxima expresión en el organismo que le rige.
El ciudadano de a pie supone que en el futbol impera la trampa. Todos tenemos algún sobrino que no llegó a ser Maradona porque en fuerzas básicas su entrenador le pedía dinero. Y que cuando los refuerzos llegan a algún equipo profesional seguramente hay una gran repartición de dólares entre los involucrados.
Si cuando Lance Armstrong declaró su culpabilidad nos hizo preguntar si todos los ciclistas se dopaban, con el caso de Allardyce podemos tener la misma duda.
Sea como sea y cada quien con su conciencia, que se haya decidido en cuestión de minutos que ese comportamiento no corresponde a la investidura que se le había concebido, indica que aunque la moral es sólo una, cada quien la interpreta a su manera.
En la Liga Premier, una declaración de cualquier entrenador en la que ponga bajo sospecha al árbitro, cuesta miles de libras esterlinas. Las multas son inapelables y mayúsculas.
En México hay quien sigue pensando que Miguel Herrera no debió salir del Tri pese a golpear a un comentarista. O que los bailes de Tomás Boy no fueron dirigidos a una tribuna que le increpaba. O incluso que las desmedidas fiestas dentro de una concentración de Selección Mexicana debieran ser vistas con normalidad.
Pasarse un alto se ve distinto en un país y en otro. Mentir en un testimonio, también.
Y aunque hay de ligerezas a ligerezas, el futbol sí debe defender valores universales.
Qué bueno que los ingleses sí lo vean así.
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