Dentro de unas horas se iniciará el centenario de la llegada al mundo de un hombre que es referente en la historia del toreo.
Tan generoso fue en su vida, que Silverio Pérez Gutiérrez tenía dos fechas de nacimiento, la del 15 de junio de 1915 y la de unos meses después, la que todos festejamos: 20 de noviembre.
"Monarca del Trincherazo" lo bautizó el magnífico Agustín Lara en el
pasodoble que inmortalizara a quien, circunstancialmente, ante la muerte de su hermano, el matador Carmelo Pérez, en 1931, venció el miedo "espantoso" -así lo calificaba él mismo- que sentía, para convertirse en torero.
Y no uno más.
Su templada muleta, el sentimiento que le imprimía a todo lo que en el ruedo realizaba, esa quijada prognata que se encajaba en el pecho para hacer más profundos los muletazos, eran rasgos indiscutibles de un artista.
Durante 11 años realizó imborrables faenas, siendo la de "Tanguito" de Pastejé en 1943, la que marcó toda una época.
A finales de los años 80, en el número 12 de la calle de Támesis donde vivía el excepcional cronista taurino Pepe Alameda, conocía a Silverio.
Fueron dos horas de un encuentro de titanes, de dos glorias del toreo, uno dentro y otro fuera del ruedo.
La historia me había enseñado quién era el "Faraón de Texcoco", pero después, la vida, me permitió conocer a Silverio el hombre, el padre de familia, el esposo y el abuelo que hizo su mejor faena con su familia.
No había fines de semana en que él y la "Pachis", su inseparable esposa, amiga y compañera de vida, estuvieran solos en su casa de Pentecostés. Hijos, nietos, sobrinos, amigos, todos disfrutaban de ese matrimonio ejemplar, del amor que se profesaban y que repartían a manos llenas.
Sus hijos Silverio, Marcelo, Consuelo, Silvia y Laura, han evitado, amorosamente, que la figura del querido "Compadre", como le llamaban al gran Silverio, desaparezca.
Cómo olvidar el "tequilita" de las 12 del día, y cuando aquello se ponía interesante, el cuarto o quinto, de las seis de la tarde.
Inolvidables era sus charlas llenas de anécdotas, de bromas, de añoranzas, y sobre todo, de una gran verdad, porque si algo describió a Silverio fue la honestidad.
Él no escondió su miedo, lo presumió, porque ese sentimiento tan digno y característico de los toreros, fue el que le permitió ser auténtico, convertirse en un adalid.
Muchas tardes hablamos de toros, de la vida. Cada conversación era fuente de sabiduría que yo trataba de asimilar.
Pero la mayor grandeza, el mayor aprendizaje que pude tener del maestro fue su bondad, su bonhomía, las que no se pueden describir, tan solo sentir y disfrutar.
Inolvidable fue la noche del uno de septiembre de 2006, cuando acompañado de su familia regaló, desde su lecho, la última bendición.
Mañana la leyenda del gran Silverio renace... cien años después de que nació.
guillermo.leal@reforma.com
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