El Jaguar no murió este sábado. En realidad ya estaba muerto de antemano. Lo habían matado dos veces. Sí, dos veces. La primera, cuando en 2010 el Gobierno estatal tomó la absurda decisión de comprarlo en dos tiempos, disfrazando la operación como un "rescate financiero", sólo para venderlo 10 días después al Grupo Salinas en casi 300 millones de pesos. Ambas operaciones se realizaron en la total
opacidad.
El nuevo dueño sacó al Jaguar de la selva chiapaneca su hábitat natural, para llevarlo a una granja de asfalto queretana. Allí la afición habría de rebautizarlos como Jaguallos.
En un afán samaritano se hizo lo posible por no dejar a la selva sin su deidad maya y trajeron otro motivo de adoración. Pero éste llegó de Puebla, un estado que presume camotes, no jaguares. Una especie inexistente hasta en el mismísimo Africam Safari. Aquí comenzó la segunda muerte.
En vez de reinsertarlo en la jungla, "su casa", lo llevaron a un circo. Ahí lo humillaron, lo vejaron y lo ridiculizaron. Como si fuera un payaso y no un soberano que necesita para vivir en libertad por lo menos 100 kilómetros cuadrados, lo disfrazaron de verde y de morado, los colores de moda bajo esa carpa.
En un principio, cuando el circo llegó, dicen que al camotero "prestanombres de quién sabe quién" le iba muy bien. El problema fue que el circo entró en crisis: se le crecieron los enanos, se le secó la inteligencia y la suerte cambió para todos, dejando a la deriva al pobre Jaguar, quien, finalmente, este sábado relamió el final de su existencia.
No deja de ser admirable la actitud estoica de nuestra fiera, la que, a pesar de tantos maltratos y humillaciones, hizo lo mejor que pudo para sobrevivir con dignidad. Pero hay que decirlo: es muy difícil hacerlo sin comida.
El Jaguar ha muerto. Algunos, muy pocos, deben estar contentos. La inmensa mayoría de la nueva afición, que surgió después de 2002, está llorando. Me lo manifiestan a través de llamadas telefónicas y lo confiesan sin rubor en las redes sociales.
Lo que arribó como un proyecto de vida para construir identidad en una entidad desprovista de ella, la fiesta naranja, monocromática, en que el Estadio Víctor Manuel Reyna se convertía cada 15 días para celebrar la fiesta del futbol, la entrañable congregación, la maravillosa convivencia (antes de la explosión de ira) entre religiones, razas, clases sociales, edades y preferencias, se ha ido. Aquella hermosa aventura enfermó, entró en coma y tuvo como epílogo una muerte aciaga, francamente desagradable.
Una suerte de luto humano puebla ahora al desolado Víctor Manuel Reyna. Sobre la inmensa alfombra verde han quedado las huellas de aquellos Jaguares que lo dieron todo, hasta el límite. Verdaderos gladiadores que llegaron y partieron con el olor de la selva y la piel del jaguar para morir soñando muy lejos de casa.
Gritos y susurros guardan las paredes y el graderío de un espacio digno, testigo de emociones múltiples de indescriptible belleza narrativa. Imágenes tatuadas en la memoria colectiva: la gloria del título de goleo del inmortal Cabañas o el torneo de ensueño de los 42 puntos de José Luis Trejo, y qué decir de la alegría de vivir y la esperanza anidada en las botas de Mora, en las postrimerías del juego que salvó al Jaguar de su primera muerte.
En fin. Habría que levantar un acta que diera fe de tanta hermosa vida.
Descanse en paz nuestro querido, único, Jaguar.