"Yo estuve ahí"

Homero Fernández
en CANCHA


Cada aficionado guarda en la historia de su corazón algún recuerdo épico de su equipo. Muchos hemos crecido alimentando esos mitos que nos transmitían nuestros padres, en la narrativa de familia o en el archivo del relato emocionado del radio. Luego la vida nos permite vivirlos a través de la televisión o ahí en el estadio.

El miércoles 8 de marzo de 2017 en el Camp Nou se tejió una de

esas leyendas. Fue de principio a fin un monumento a la ilusión. De esa que no deja dormir y seduce con la imaginación del triunfo.

El futbol está lleno de esos deseos imposibles. En alguna cancha siempre hay un seguidor, o un jugador, que sueña con el gol de último minuto que tuerza el resultado o sea la consagración. A veces pasa y muchas otras muere con el último silbato.

En esta ecuación de las cosas imposibles, la fe es inquebrantable, aunque no sea en lo íntimo impermeable al pesimismo. Ese era el viento que soplaba en la fortaleza culé y que ondeaba las 80 mil banderas que habían repartido. Era el aire que alimentaba el grito del "¡Sí se puede!", tantas veces usado por los más débiles que impulsaba esta vez al poderoso, herido de muerte.

Esa noche pasó todo lo que tenía que pasar. Los astros (incluidos los árbitros) se alinearon, no solamente una vez sino dos veces. Cuando llevaban tres goles, tuvieron que hacer tres en 8 minutos. Los parisinos que salieron vestidos con el color más odiado del Camp Nou, fueron tan prudentes como impotentes. Sintieron la profundidad del drama. Suárez abrió el libro mágico con un gol propio de un partido llanero. Iniesta inventó un taconazo envenenado que fue autogol. Messi, apagado, se encendió con el tercero. Neymar estuvo en todos lados, se levantó una y otra vez de los revolcones que le recetaban. Hizo un golazo que inició el segundo capítulo de la épica y otro que encendió la mecha de la misión imposible. Fue Messi esa noche y Messi fue Neymar subiéndose a la valla publicitaria para arrancarse el corazón culé y dárselo a los fanáticos, y llorando luego en el abrazo con Luis Enrique.

Sergi Roberto, herido todavía de la noche de París en la que habían apuñalado al Barsa por su flanco, voló como Nureyev para transformar lo imposible en realidad en la misma portería donde en 1999 el Manchester United le robó la Champions al Bayern Múnich en los últimos suspiros.

Milagro también fue ver reír y bailar a Luis Enrique, y que Canaletas, el lugar de la ciudad reservado para las grandes conquistas, se llenara a la medianoche con una multitud.

No era la Champions, apenas un pase a Cuartos, pero uno que nunca olvidarán. Podrán decir luego a sus hijos, para que siga la rueda imparable de la tradición: "Yo lo vi"; "Yo estuve ahí". Así será una leyenda, que volverá a alimentar una futura proeza y a la mitología del futbol.

 
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